Parecía un día más, un día en los
que no ocurre nada. En los que te vistes sin prestar atención, como un descanso
en una interminable búsqueda de ese algo, ese alguien que jamás sabremos si en
realidad lo habremos encontrado en verdad. Pero allí apareció. Entre la
multitud de la gente, allí estaba ella.
Recuerdo que aquel concierto fue
en una noche fresca de otoño, una brisa ondeaba las hojas que poco a poco se
iban dejando llevar por el viento, comenzando su viaje desde los árboles hasta un
suelo martilleado por el paso del tiempo. Aquella brisa acariciaba los largos
cabellos castaños que chocaban, que acariciaban melodiosamente con sus hombros
y su pecho. Me coloque junto a ella, en primera fila, sin saber muy bien qué
hacer. Observando como aquellos instrumentos ejercían la magia que hacia
impulsar nuestros cuerpo el uno junto al otro. Nuestras manos se rozaron. Aquellas
manos tan pequeñas estaban heladas, tan frías como un montón de hielo en medio
del océano, preparado y dispuesto para chocar contra un gran navío. Nos miramos.
Quizá fue el frío de sus manos el que choco contra el calor de las mías los que
provoco aquella reacción física que produjo nuestro primer cruce de miradas.
Las miles de luces que nos
iluminaban de tantos colores como cartas tiene una baraja no impidió que
observara su pequeña gama cromática de sus ojos. Poseía los mismos colores que
su pelo, marrones tas oscuros como el chocolate, a la vez que dulces, colores
caoba tan suaves como el terciopelo… todo milimetramente repartido para crear
una composición hipnotizarte a par que bella. Al igual que no podrían contarse
las estrellas del universo, sus cientos de colores se repartían por sus redondo
y brillante iris. Junto a una mirada
cariñosa, una mirada en la que dejábamos ver como éramos tal cual, sin
preguntas ni respuestas, añadió una sonrisa. Fue en ese momento cuando la música
dejo de sonar, por lo menos para mí. No pude evitar corresponder su sonrisa
pero rápidamente me volví para continuar actuando ver un concierto de instrumentos
que se movían en silencio, artistas que creaban un arte que no podía percibir…
en ese momento no. Intentaba mantener la vista fija en aquel sordo espectáculo pero
no podía. Mis ojos, al igual que una brújula, volvían a mirar de reojo a
aquella desconocida que acaba de tocar.
Note algo en mi mano. El mismo
frio que anteriormente sentí al rozar su delicada mano subía lentamente por mis
dedos hasta extenderse por el dorso de mi mano. Sería el recuerdo abrumador en
mi mente, tal vez otro impulso para girarme y sentirla de nuevo durante más
tiempo, el suficiente como para fusionarnos, ardiendo ella y helándome yo. Pero
no era así, en realidad, fue su mano la que se coloco sobre a la mía, su frío volvía
a producir aquella inolvidable sensación. Le cogí la mano, decidido, volviéndola
a mirar a los ojos. Pero necesitaba más, necesitaba estar completo. Ella pensaba
igual. Ambas manos se entrelazaron derecha con izquierda e izquierda con
derecha. Juntos. Mirándonos. Sin música en medio de aquel ruidoso concierto. Sin
luces en medio de tantos focos luminosos. Solos en medio de tanta gente.
“Volé alto… y tan alto que al
final lo encontré” así decía la canción que en aquel momento sonaba tan lejana
para ambos. Tal vez aquella búsqueda había terminado el día en que decidí darme
un respiro… quizás haya que vivir dándose siempre un respiro, dejando aparecer
lo que más buscamos sin correr tras ello que deseamos. Volamos alto. Aquella noche
volé, pero no volé solo.
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