viernes, 7 de diciembre de 2012

Dejar atrás


El autobús cortaba el aire con un sonido tan fuerte que parecía el rugido del propio motor. La noche aun no se había levantado, pero poco a poco podía distinguir la primera paleta de colores del amanecer. De las lejanas colinas aparecía un reluciente color naranja que se iba diluyendo en oscuro azul estrellado. Por cada minuto que pasaba, la luz crecía y la oscuridad se desvanecía. Una hilera de arboles sin hojas acariciaba el cambio de color, pequeños y huesudos brazos de madera entretejían una mano que, rígida, bailaba con los cambios del día y la noche, de los valles y montañas, de colinas y ríos.  

Observaba como la velocidad del autobús dejaba atrás todo aquello que quería borrar de mi mente, una ciudad, un pueblo, viejas ruinas de un castillo pasaban tan rápido como la vida misma. Solo podías fijarte en pequeños detalles y dejar atrás otros… tal vez la vida sea así, el ver unas cosas y en no poder ver el resto, para después, cuando queramos verlo todo en conjunto, ya sea demasiado tarde y este tan atrás como el propio pasado. Quererte aferrar a algo que rápidamente pasa por tus ojos es como intentar sujetarte en una escalera de acero aun candente por el fuego. Te quemas y cuando no puedas más, te soltaras y caerás sobre el duro suelo, amoratado y sin aliento, magullado y desanimado. O tal vez puedes recorrer el autobús ventana por ventana, siguiendo aquello que sabes que vas a dejar atrás pero no quieres hacerlo, quieres seguir luchando aunque sabes que lo último que tocaras será la luna trasera de un autobús que se aleja rápidamente de aquello que anhelas.

Lo dejas atrás. Todo lo dejamos atrás en algún momento. A menos que detengas el autobús y continúes tu camino junto aquello que deseas. ¿Eres tú la parada? ¿Eres un árbol más del bosque del cual solo veré sombras borrosas? ¿Serás la paloma que intenta mantenerse volando junto al autobús? Hoy no sé lo que eres, ni se en que línea estoy… tal vez hoy no quiera saberlo, tal vez mañana tampoco. Solo quiero cerrar los ojos y continuar viéndolo todo y a la vez nada, de un paisaje que metro a metro dejo atrás. 

miércoles, 28 de noviembre de 2012

Oscuras Golondrinas


Con la llegada del invierno, las aves emigran tan pronto como el frío se aproxima. Abandonan los cielos que puedo contemplar dejando un lienzo en un azul oculto por oscuras nubes. ¿Volverán las oscuras golondrinas en tu balcón sus nidos a colgar? Se preguntaba Bécquer. Todo se ha ido, se ha desvanecido. Todo aquello a lo que me aferraba le han crecido alas y echado a volar sin previo aviso. Sentimientos, corazones echan a volar como miles de salvajes golondrinas abandonándolo todo a su alrededor. Sin golondrinas, ni lunas ni soles. Oscuridad.

Siento que todo me ha abandonado tan rápido como prende una cerilla que jamás se consumirá, pero que tampoco calentará. Frío fuego, luz negra cegadora que esparces temores donde antes había ilusiones, ¿Dónde está la vida? ¿Dónde está ese brillo resplandeciente en nuestras miradas? ¿Dónde están las oscuras golondrinas de las que jamás sabré si volverán sus nidos a colgar?

lunes, 26 de noviembre de 2012

Canción de Fuego y Hielo


Parecía un día más, un día en los que no ocurre nada. En los que te vistes sin prestar atención, como un descanso en una interminable búsqueda de ese algo, ese alguien que jamás sabremos si en realidad lo habremos encontrado en verdad. Pero allí apareció. Entre la multitud de la gente, allí estaba ella.   

Recuerdo que aquel concierto fue en una noche fresca de otoño, una brisa ondeaba las hojas que poco a poco se iban dejando llevar por el viento, comenzando su viaje desde los árboles hasta un suelo martilleado por el paso del tiempo. Aquella brisa acariciaba los largos cabellos castaños que chocaban, que acariciaban melodiosamente con sus hombros y su pecho. Me coloque junto a ella, en primera fila, sin saber muy bien qué hacer. Observando como aquellos instrumentos ejercían la magia que hacia impulsar nuestros cuerpo el uno junto al otro. Nuestras manos se rozaron. Aquellas manos tan pequeñas estaban heladas, tan frías como un montón de hielo en medio del océano, preparado y dispuesto para chocar contra un gran navío. Nos miramos. Quizá fue el frío de sus manos el que choco contra el calor de las mías los que provoco aquella reacción física que produjo nuestro primer cruce de miradas.  

Las miles de luces que nos iluminaban de tantos colores como cartas tiene una baraja no impidió que observara su pequeña gama cromática de sus ojos. Poseía los mismos colores que su pelo, marrones tas oscuros como el chocolate, a la vez que dulces, colores caoba tan suaves como el terciopelo… todo milimetramente repartido para crear una composición hipnotizarte a par que bella. Al igual que no podrían contarse las estrellas del universo, sus cientos de colores se repartían por sus redondo y brillante iris.  Junto a una mirada cariñosa, una mirada en la que dejábamos ver como éramos tal cual, sin preguntas ni respuestas, añadió una sonrisa. Fue en ese momento cuando la música dejo de sonar, por lo menos para mí. No pude evitar corresponder su sonrisa pero rápidamente me volví para continuar actuando ver un concierto de instrumentos que se movían en silencio, artistas que creaban un arte que no podía percibir… en ese momento no. Intentaba mantener la vista fija en aquel sordo espectáculo pero no podía. Mis ojos, al igual que una brújula, volvían a mirar de reojo a aquella desconocida que acaba de tocar.

Note algo en mi mano. El mismo frio que anteriormente sentí al rozar su delicada mano subía lentamente por mis dedos hasta extenderse por el dorso de mi mano. Sería el recuerdo abrumador en mi mente, tal vez otro impulso para girarme y sentirla de nuevo durante más tiempo, el suficiente como para fusionarnos, ardiendo ella y helándome yo. Pero no era así, en realidad, fue su mano la que se coloco sobre a la mía, su frío volvía a producir aquella inolvidable sensación. Le cogí la mano, decidido, volviéndola a mirar a los ojos. Pero necesitaba más, necesitaba estar completo. Ella pensaba igual. Ambas manos se entrelazaron derecha con izquierda e izquierda con derecha. Juntos. Mirándonos. Sin música en medio de aquel ruidoso concierto. Sin luces en medio de tantos focos luminosos. Solos en medio de tanta gente.

“Volé alto… y tan alto que al final lo encontré” así decía la canción que en aquel momento sonaba tan lejana para ambos. Tal vez aquella búsqueda había terminado el día en que decidí darme un respiro… quizás haya que vivir dándose siempre un respiro, dejando aparecer lo que más buscamos sin correr tras ello que deseamos. Volamos alto. Aquella noche volé, pero no volé solo. 

sábado, 24 de noviembre de 2012

Maldito


Corría. Tenía que dejarlo atrás. Una oscuridad más tenebrosa que la mismísima noche inundaba mi cuerpo y no podía impedirlo. Me perseguía como una pantera de ojos penetrantes acecha a su presa y se lanza a la carrera sin que haya la más mísera posibilidad de escapar. Poco a poco, conforme corría, mis ojos se tornaban negros. Podía verlos en cada uno de los charcos que pisaba mientras la lluvia caía sin cesar sobre toda la ciudad. Había desaparecido la sensación del frío y la humedad. Perdía el control de mi mismo, de mi cuerpo. Mi pelo sabía que estaba mojado, al igual que mis manos y mis ropas pero me sentía seco, no sentía nada y eso me atormentaba todavía aun más.

La gente a mí alrededor estaba empapada, se protegía de la incesante lluvia que con grandes oleadas de viento azotaba a cada una de las personas que osaba pisar la oscurecida calle. Ríos de agua y barro se perdían en las alcantarillas arrastrando toda la suciedad de la calle excepto a mí, a un ser que pronto seria la maldad en carne viva, una bestia sin corazón que pronto dominaría mi cuerpo y yo quedaría atrapado en su interior como un mero espectador de un circo en el que las atracciones solo eran malevolencia.

No podía dejarla atrás, aquella maldición me perseguía desde hacia tiempo en mis sueños y ahora, hoy, se extendía desde la fantasía de unos incómodos sueños a la cruda realidad. Como un negro tsunami arrasaba con todo lo que poseía en mi interior. Mi corazón se detenía cada vez más rápido de lo que podía volverlo a poner a palpitar, mi respiración se extinguía como un fuego en plena lluvia torrencial, mi alma, al igual que el sol, se ocultaba tras un manto negro de espesas nubes que arrasaban un cielo que en antaño era sinónimo de paz y libertad.

Caí al suelo chocando mis rodillas contra el duro suelo. Mis piernas no me respondían. Me ardían los ojos, mis manos sostenían tal fuerza en sí que sangraban por un intento de autocontrol. Grite pero nadie me escucho, pedía ayuda en medio de un desierto de personas ciegas, sordas y mudas incapaces, no de comprender, sino de observar el espectáculo que hoy se daba ante su inexperta observación del mundo.

Deje de ser lo que era, lo sabía. Ya no existía, por lo menos, ya no existía como antes lo hacía. Era oscuridad. Era maldad. Era un demonio de conciencia extinguida. De pronto todo acabo. El dolor, la sangre, la visión borrosa… sabía lo que era, en lo que me había convertido, pero casi podía sentir mi antiguo yo. Necesitaba sentirlo, saber que aun podría ser mí mejor yo conviviendo con la peor de las caras de la maldad. ¿Podrían convivir oscuridad y luz en el mismo recipiente? Esperaba que si, deseaba que si… serie un demonio, una sombra… pero lucharía, no dejaría que aquella oscuridad nacida de mis propios errores confinara toda mi eternidad, porque siempre creí que para que surja la oscuridad ha de haber luz al igual que para que renazca la resplandeciente luminosidad ha de haber grandes y lóbregas tinieblas.   

viernes, 23 de noviembre de 2012

Sueños Rotos


Abrí los ojos. El despertador no paraba de sonar introduciendo su martilleante timbre en mis oídos. Me incorpore como pude, no me sentí los brazos y mi mente aun estaba en mis sueños. No sabía muy bien que había ocurrido aquella noche, si había sido una pesadilla o un sueño. Intente cerrar los ojos para poder visualizar cada una de las imágenes vividas aquella noche.

Una chica. Había una chica frente a mí. Tenía el pelo castaño, del mismo color del que brotan las avellanas. La larga melena acariciaba sus hombros al compás de la suave brisa otoñal. Los suaves rizos, tan sutiles como unas nubes en pleno verano que acarician el sol sin que este quede oculto, se movían bailando en su rostro. Su rostro… podría describirlo milímetro a milímetro y a la vez podría pasar delante de ella y no poder reconocerla. Es la magia de los sueños me dije, iluso de mi. sus ojos asomaban azules entre aquella cortina castaña, como quien encuentra un tesoro en medio de un denso bosque, un tesoro tan precioso que las palabras huyen de tu boca y tu mente queda tan extasiada que permanece en vilo, sin reaccionar, como si esperara a que alguien hablara, como si una marioneta colgada de hilos esperara a su amo. Congelado, me hallaba congelado por la profundidad de sus impresionantes y cautivadores ojos. ¿Quién se ha perdido en un oscuro y retorcido laberinto maniatado? A si me sentía cuando nuestras miradas se cruzaban. Casi podía sentir como acariciaba mi alma, como llenaba mi corazón de sangre caliente y esta la bombeaba una y otra vez. El reflejo de la luz en sus ojos iluminaba toda estancia en la que nos situábamos. No había oscuridad a su lado, con ella, ni siquiera existía.  

Al girar su rostro, la luz la ilumino aquella tez que parecía esculpido en suave y reluciente mármol, sin imperfecciones, donde únicamente aquellos artistas griegos y romanos que existieron tiempo atrás podrían haber conseguido definir aquella visión.  Su suave nariz, dulce y sutil hacían juego con aquellos labios amelocotonados. Pero no era únicamente hermoso lo que podía percibir en la oscuridad, sino en el silencio también. Una voz aterciopelada salía de sus suaves labios, riome de aquellas dulces melodías, puesto que aquella voz tenía tanta fuerza y suavidad que podría haber detenido una guerra con el más mísero sonido. Una voz que permanecía en mi interior como si residiese dentro de mí.

Su sonrisa, sus risas, aquellos movimientos tan suaves… su piel… lo último que recuerdo fue que recorríamos la ciudad en un tranvía, rodeados de gente donde su voz era lo único que yo podía escuchar. Ella reía mientras hablábamos. Miraba por la ventanilla y yo observaba su reflejo. Ella, devolviéndome su reflejo con una sonrisa se volvió y me miro a los ojos. Paro de reír pero en su rostro se dibujo una sutil sonrisa de nuevo. Poco a poco nuestros labios se empezaron a moverse entre hacia si para abrazarse, para chocar, para fundirse en uno solo arrastrando nuestros pesados cuerpos que ahora flotaban como dos plumas que con total tranquilidad sin el peso del mundo, sin ninguna preocupación más que flotar juntas. Cerramos los ojos pero no encontramos oscuridad, yo la encontré a ella y ella me encontró a mí… Entonces todo se desvaneció y desperté. Un sueño que choca contra la realidad haciéndose añicos, astillándose y clavándose en mi interior. Aquella chica… aquel ángel… la conocía pero tenía miedo. Aun tengo miedo. Miedo de que no hubiera sido un sueño sino un recuerdo, o peor aún, una visión futura. Ahora solo sé que tengo que encontrarla en mi mente y en la realidad, tanto en el pasado como en el futuro.

jueves, 22 de noviembre de 2012

Castillo de Arena


Hoy me han preguntado como consigo olvidar o dejar apartado todo aquello que me ronda por la cabeza y me carcome. Esos pensamientos que, como una bocanada de humo, nublan mi mente sin poder continuar, deteniéndome a recuperar la visión.

¿Cómo detener a esa oscuridad que poco a poco roe los cimientos de una vida? Desmoronándome en ocasiones para luego después levantarme, y siempre levantarme una vez más por la que caigo. Siempre de pie, siempre con la vista en alto. Como en la vida, el mar azota la playa una y otra vez, con ímpetu, sin descanso. Ola tras ola, transforma la arena a su antojo. Ola tras ola, domina la playa. Tal vez deberíamos abandonarnos y caer en la orilla, dejarnos golpear ola tras ola, elevarnos por las mareas y enterrarnos en la arena, perdernos en la infinidad de los mares y océanos, arrastrados por aquello que no podemos controlar al habernos dejado abandonar, o también, podríamos quedarnos en la playa y construir nuestro pequeño castillo de arena.

Siempre que construimos un castillo de arena corremos el riego de que se desmorone pero ¿No es así como es la vida? ¿No se desmoronan nuestros sueños, nuestros sentimientos y en ocasiones, no somos capaces de impedirlo? Creemos que todo ha terminado, creemos que se ha desvanecido, que todo está perdido. Pero en realidad no es así, cuando construimos un castillo de arena y lo hacemos mal, se desmorona, es verdad, pero ¿No estamos rodeados de arena? ¿No podemos volverlo a reconstruir resolviendo nuestros fallos? Nada desaparece sino que se esparce, nuestra es la elección de llorar a cada gramo que ha perdido su lugar o de volverlos a juntar para continuar nuestro castillo. Podrán ocurrir infinidad de desgracias y desventuras, pero siempre estará ahí la arena para volverla a levantar. Construye tu vida en soledad y la naturaleza proveerá lo que necesites, porque la vida nunca acaba, siempre continua aunque haya muerte porque pase lo que pase siempre habrá vida. 

martes, 20 de noviembre de 2012

Perdido en la oscuridad


¿Es verdad aquello que dicen que la persona indicada aparece cuando menos la buscas? ¿Y qué hay del dicho de quien la sigue la consigue? ¿En qué debemos basarnos para encontrar nuestra media naranja? 

Cuando el amor crece en ti, el mundo se detiene, tus pies se convierten en parte de la tierra por la cual caminas y todo parece dejar de importar. Salga el sol de noche y la luna de día, nada cambia para ti, puesto que ya conoces la razón de vivir, el porqué de respirar, el final de tu camino. Aunque el resto del mundo continúa. Pero si no eres correspondido todo aquel amor, toda esa fuerza que emanaba de tu corazón sale volando y la perdemos, sintiendo aquella punzada que muchos recordamos o sentimos aun a día de hoy, esa espacio vacío por el que el viento corre y nos hiela por dentro, un corazón vacio, un globo sin aire… y cielo sin firmamento. ¿Luchar o cerrar los ojos y esperar?

Cierro los ojos y espero, y aun espero… y moriré esperando. Alzo la vista en busca de algo, no sé realmente de qué, pero de algo que por fin me haga sentir vivo, de algo que me haga respirar o, mejor aún, dejarme con la respiración entrecortada. Una mirada en el autobús, un roce de manos en el tranvía, una sonrisa en aquellas calles jóvenes recién amanecidas… pequeñas cosas que nos alejan de nuestra oscuridad, que nos oscurecen los ojos de aquel negro tempestuoso donde solo radica el mal y la comparecencia de sí mismo.

Caminamos por una vida en la que cada vez dejamos de observar las pequeñas cosas que nos rodean, como un olor, un reflejo en un cristal o esas maravillosas bandadas de cientos de pájaros que surcan el cielo navegando por las nubes sin tocarse, sin rozarse, sabiendo cual es su camino dentro de aquellas majestuosas olas aladas. ¿Cómo sentirse parte de un todo si cada vez la soledad es más profunda en mi alma? Esta soledad tira de mí con toda su fuerza ensombreciendo todo aquello que me rodea… pero lucho por no caer, por no volverme a ser abrazado por aquellos largos brazos zigzagueantes que me envuelven en todo aquello que no puedo ver.

Paro. Respiro. Abro los ojos. Me fijo de nuevo en todo aquello que de pequeño observaba. La ráfaga de viento que hondea las disueltas hojas otoñales. Una melena de pelo rojizo medio envuelto en una larga bufanda de alegres colores. Unas manos tan pequeñas pero que su calor envuelve toda la estancia en la que nos encontramos. Una mirada que me hace olvidarlo todo. Una sonrisa que me devuelve la fuerza por caminar, luchar y devolverle la sonrisa.